lunes, 1 de noviembre de 2021

 

INVENTARIO

Para mi colección de camas Jaime me regaló diez noches en hoteles de carretera, con tres condiciones, la primera es que escribiera un relato de esos que a él le gustan, la segunda que la historia tendría que empezar y acabar con la misma frase y la tercera y más complicada es que tendrían que aparecer algunas de las camas en las que he dormido a lo largo de mi vida y narrando algo de lo vivido.

Acepté el regalo como quien acepta una condena y lo convertí en un reto, un reto para demostrarle mi amor y por supuesto para completar mi recopilación de camas usadas.

Jamás había escrito por encargo y por eso decidí que escribiría solo los días que hubiéramos hecho el amor.

No fue fácil. No.

Follar se convirtió en un acto necesario para poder escribir ese relato y también le agradecería el encargo y el regalo que me haría en cuanto lo escribiese y le gustase.

La primera

La primera cama en la que dormí fue en ese hospital de Jaén, cuando mi madre me trajo al mundo, cuando sus tetas se dejaban chupar y mi cabeza con la fontanela abierta y llena de pelusa se dejaba acariciar. Una cama de ochenta cm de ancha, con sábanas de algodón y manta de lana áspera. Una cama sin comodidad, pero con una madre abierta en cesárea que me abrazaría cincuenta años con el mismo cariño, con la suavidad de sus manos de mujer trabajadora y con el corazón henchido de satisfacción tras dos niños muertos en el parto.

Seguramente porque se me quedaron los besos enganchados al recuerdo y las caricias pegadas al cuerpo, por lo que llevo sesenta años buscando en las camas lo que para mí supuso mi primer día de vida.

La segunda

De la cuna pasé a una cama de matrimonio, una enorme cama de un metro y treinta y cinco centímetros que compartía con mi hermana mayor, la que me lleva seis años. Ahí antes de dormir escuché los mejores que una niña de tres años puede escuchar, cuentos sentada en la sillita corporal que ella me hacía con sus piernas hechas un cuatro. Me abrazaba y al oído me contaba historias que se inventaba, cuentos que acababan de otra forma y, además, me daba besicos y me rascaba la espalda.

Esa cama se convirtió también en mi barra libre donde practicar la gimnasia y gracias al espejo central del armario me miraba una y otra vez, mientras ponía un pie detrás de otro.

La tercera

De aquella grande como el mundo pase, a los diecisiete años, a una individual, pequeña, como un abrigo en el que esconderme, en el que conocerme y sola para mí. Como tenía un cabecero de madera como si fuera un mueble castellano, para poder hacer mi segunda actividad preferida necesité llenarla de cojines, porque en ella dormí poco y en contraprestación descubrí el gusto por la lectura. Leer se convirtió en mi actividad preferida cada noche, cada siesta, cada rato que no tenía otra mejor cosa que hacer.

La cuarta

En los primeros años de la década de los ochenta fue una de matrimonio y esta vez lo primero que pude hacer en ella fue acariciar el pene de Jaime y él mi clítoris y mis pechos, dejarme amar de los pies a la cabeza, disfrutar de la primera noche de casada y justo antes de salir de viaje de novios, contamos los billetes que nos habían regalado en la boda. Con nuestros cuerpos ya recuperados del atracón del ágape y del eros se dedicaron a contar ahí, en el centro de la cama, sentados como dos indios, el dinero con el que pagaríamos el banquete. Pero los regalos escasos y el dinero insuficiente no aminoraron nuestras ganas de volver pronto a disfrutar de los besos y de los orgasmos.

La quinta

Una cama que jamás olvidaré fue la del hospital San Juan de Dios, con sábanas blancas y delgadas, con líneas verdes pintadas y el paraguas de la Consejería de Salud, una cama artículada con un cuco a la izquierda en el que dormía y lloraba mi hijo recién nacido. En esa cama descubrí los miedos, los grandes miedos, los que siempre van a venir conmigo, pero también pude experimentar la belleza, el embelesamiento, mirar la carita de mi bebé y sentir que la vida tiene los ojos negros, el pelo hirsuto, pesa casi cuatro quilos y tiene las piernas y los brazos amorcillados, como los angelotes de la iglesia de mi pueblo.. Aquella cama de la 324 A ha sido la cama en la que encontré una de las más poderosas razones para existir, la que a diario me da fuerzas para seguir el camino lleno de rosas, de margaritas y también de malas hierbas que tiene el devenir.

La sexta

Otra de las camas de mi colección fue aquella de la suite del Hotel Villa Tabarca, extragrande, enorme, como un océano, con una habitación abierta al mar en pleno fin de año 2011, justo después de que me hubiesen dicho que por fin no tendría que volver a revisión hasta que pasasen cinco años. Aquel año viejo nos despedimos del dolor y de la quimio, de los sufrimientos encadenados y de los pronósticos de muerte. Aquel año nuevo y aquella cama trajeron la paz, la tranquilidad y los besos en las cicatrices.

La septima

Y para terminar este relato de camas no puedo ni debo olvidar la cama en la que dormí con mi madre su último sueño, en la que despedí a mi padre intentando cantarle su canción favorita. La cama en la que aprendí a cuidar heridas, a calmar las pesadillas, a lavar los cuerpos suaves y colmados de marcas y señales de vida. En la cama en la que abracé más desinteresadamente y en la que recibí el amor más limpio, más puro, más eterno, el de mi madre y el de mi padre. Esa cama de amor y de ancianidad, de proyectos y sueños cumplidos. Esa cama con sábanas llenas de recuerdos y de olvidos.

Fin

Porque hoy este cuento que he escrito para que aumente mi colección de camas, no ha llegado a su fin, solamente os he mencionado las más importantes de la vida y del amor.

Jaime acaba de entregarme mi premio por este relato-inventario, un bono de diez noches en hoteles de carretera y me da las gracias por los jugosos romances de estos siete días y me ha pedido que por favor en cada hotel escriba un relato de esos que a él le gustan, en los que la historia tendría que empezar y acabar con la mismas frases.

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