miércoles, 3 de noviembre de 2021

 Nuestra casa embrujada

Mi hija Jimena, la mediana, dice que nuestra antigua casa está embrujada desde que Martina, la pequeña, tuvo su primera menstruación. Cuando lo dice nos reímos las cuatro, como si fuese una ocurrencia suya, pero ahora creo que es verdad, ahora sé que es así.

No hubiera sabido explicarlo antes, no he tenido hilos ni argumentos para tirar y ver lo fácil y lo necesario que es atribuir razón a lo inexplicable. Con nuestra cabeza amueblada por las lecturas y las experiencias, olvidamos que la vida está llena de pequeños gestos, momentos, instantes de magia, de hechizo, de sinrazón que nos ofrecen más cordura que toda una relación de hechos, causa y efecto.

Tengo que agradecer a Fátima que desenredara la madeja de los hechos terribles que los años acumulan, las que son como las telas de araña que siempre se instalan en las casas desocupadas, aunque en la nuestra, que llevaba deshabitada desde que huimos a la ciudad, todo seguía pulcro, inmaculado, como si alguien periódicamente la limpiara de sombras y de suciedad, de luces y deshechos, de humedades y fantasmas. Todo seguía intacto, los muebles atiborrados de objetos, los estantes repletos de libros, adornos, recuerdos de viajes, muñequitas de porcelana; los juegos en sus cajas, las ropas en los armarios, los platos en la cocina, las copas ribeteadas de oro, las que heredamos de la abuela, en los aparadores, las ventanas entreabiertas y las cortinas intactas sin mancha ni moho y los postigos de los balcones abiertos de par en par. Las camas con sábanas, las colchas puestas, el televisor, los tres aparatos de radio, el viejo ordenador y todos los electrodomésticos enchufados. Un hogar lleno de vida sin que un alma lo hubiera habitado en los diecisiete años que separaban un abandono y un encuentro.

Yo llevaba años queriendo que nos juntásemos allí, en la casa del pueblo, como si ¡ay ingenua de mí!, y mis hijas no, seguramente porque tenían miedo a lo que allí ocurriría. Fátima consiguió que aquel día de septiembre, en la novena noche de luna llena del año 2020, las cuatro nos pudiéramos encontrar, después de casi un años sin vernos.

En el patio de la casa, de naranjos en flor, la fuente soltando su chorrito de agua cristalina, ligera y monótona, sentadas en las escaleras que llevan al terrazo, mientras sonaba en el ipad de Martina "Primero hay que saber sufrir, después amar, después partir y al fin andar sin pensamiento..." hablamos y hablamos hasta que empezó a amanecer, no discutíamos, pero sí nos atropellábamos las palabras.

- Lorenzo, mamá, el primo Lorenzo entró en mi cuarto, cuando tenía 13 años, acababa de cumplirlos, que aún no había tenido la regla, mamá...

- Sí, yo estaba en la cocina y la oí gritar, se me cayó el agua hirviendo encima de la falda y me quemé y grité y lloré.

- Tú no estabas mamá, yo tampoco, habíamos salido. Y no pudimos evitarlo, mamá, no pudimos hacer nada...

- No llores, mamá, con eso no se arregla nada. No te das cuenta, que ya nada importa.

Y mientras lloraba y mis ojos se me hinchaban, ellas seguían amontonando palabras, frases ensangrentadas: "me violó", "la violó", "se aprovechó de mí", "le robó la inocencia"...

Entonces sentí que la casa estaba embrujada, que llevaba así desde que Lorenzo la violó, le rompió la vida, la partió por la mitad y el patio se fue haciendo chico, muy estrecho, muy pequeño y oscuro como un pozo negro sin fondo y yo estaba dentro, muy lejos, en la profundidad del odio, escuchándolas a las tres, oyendo cómo me destrozaban los recuerdos de aquella casa donde yo creía que habíamos sido felices.

Y en la casa, porque está embrujada, todo permanece igual, en su sitio, sin suciedad, sin polvo, sin telarañas, sin escondrijos, sin movimiento, sin que entre el aire... porque todo nos lo llevamos nosotras, con nosotras, en nuestros equipajes, en nuestras mochilas, aquel día de septiembre de 2004, después de que Martina tuviera su primera menstruación y que el monstruo no hubiese anidado en su vientre.

Nos fuimos a la ciudad, huyendo del inmenso dolor que no quisimos contar, ni sentir.

Hasta aquella noche del aún verano del año de la pandemia no habíamos vuelto a la casa embrujada por el silencio, por los olvidos, por el cerrar los ojos, porque todo siguiera igual que siempre: puro, inmaculado.










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